Rodrigo Cortés había escuchado hablar de la Universidad Michoacana en su natal Matehuala. Sin saber por qué, soñaba con ser arquitecto, y aunque la necesidad de ayudar en su casa, lo había hecho dejar de estudiar por más de tres años, su corazón lo invitaba a no dejar escapar su sueño.
Con gran esfuerzo pudo llegar a Morelia y ser aceptado en la Universidad. Para sobrevivir encontró trabajo como jardinero en la casa del arquitecto Joaquín Pineda, quien recién se había cambiado a vivir a Tres Marías y requería levantar su jardín a la brevedad. Rodrigo hizo arreglos con don Joaquín para que le permitiera asistir a los cursos de la universidad asegurándole que su jardín estaría muy bien atendido.
Encontró asistencia en la casa de la familia Vargas. Dos hijos de esta familia estudiaban en el extranjero y ello facilitó que lo aceptaran de huésped por una módica cantidad que bien podía pagar con los mil doscientos pesos que recibía semanalmente. Aunque tenía que pagar tres transportes diariamente se las ingeniaba para ahorrar, al menos, trescientos pesos por mes. Los domingos aprovechaba para recorrer el famoso Centro Histórico de la ciudad de Morelia. Trataba de aprovechar su tiempo visitando los museos y sus exposiciones temporales. Si se enteraba de algún evento musical hacía un esfuerzo por asistir, principalmente si éste era gratuito. Así, por ejemplo, pudo escuchar El Carmina Burana de Carl Orff dentro de la Catedral; a los Niños Cantores de Morelia y a la Orquesta de Cámara de la Universidad, además de las bandas populares que tocaban los domingos en el kiosco de la Plaza de Armas.
A Rodrigo le gustaba mucho caminar la ciudad. Entraba a cuanto edificio le permitían el acceso para observar su arquitectura: la disposición de los espacios, los sistemas constructivos, los balcones, los herrajes o la estructura de sus escaleras. Le encantaba entrar al Palacio de Gobierno y recorrer lentamente los murales de Alfredo Zalce en el segundo piso. En muchas ocasiones dibujaba, en una libreta que había comprado exclusivamente para ello, los detalles de las plazas o los edificios que llamaban su atención. Intentaba hacer trazos aplicando sus escasos conocimientos de perspectiva. Así se le iban sus días de descanso. Por lo general hasta se le olvidaba comer.
Un día, estando sentado en una banca en la plazuela de Las Rosas, encontró, a su lado, una antología poética de García Lorca. Era un libro muy bello, encuadernado en piel; una edición de 1936 cuidada por Vicente Alexaindre. Miró a su alrededor como buscando a la persona que lo hubiera olvidado, y su mirada no encontró a nadie con ese perfil. Lo tomó en sus manos, comenzó a leer algunos versos del Romancero Gitano y su alma sintió una profunda emoción que le hizo estremecerse. Al levantar la vista, su mirada tropezó con la fuente cantarina al centro de la plaza, luego con la escultura de Cervantes, y al fondo, con esa centenaria camelina que ha vivido abrazada a su fresno y que es el mágico toque de color de ese soberbio espacio. Su cuerpo sintió de nuevo otro estremecimiento. Se sabía privilegiado por vivir ese momento tan poético con tanta intensidad. Una cierta desesperación lo frustraba al no tener con quién compartir eso que sentía. Retomó el libro y buscando alguna pista sobre su propietario encontró un nombre en una de las primeras páginas: Gaspar Estrada. Luego, entre las páginas encontró un sobre con su dirección: Calzada Fray Antonio de San Miguel 237. Rodrigo volvió a estremecerse de emoción pues la Calzada de San Diego era, en la ciudad, uno de sus lugares favoritos. De hecho la casa en donde él se hospedaba quedaba cerca de allí, detrás del templo de San Diego.
Pensó primero en quedarse con el libro como si se tratase de una herencia inesperada. De cualquier forma Gaspar Estrada ya daría su libro por perdido. ¿Cuánto podría valer? Tal vez ochocientos o mil pesos. Sentía, desde luego, una enorme tentación. Pero, también le daba curiosidad conocer a alguien que viviera en una de esas viejas casonas, hasta donde sabemos, inaccesibles.
Pasados unos minutos de titubeo, decidió encaminarse a la famosa calzada, buscar la dirección y entregar el libro olvidado. Al llegar frente al número que indicaba el sobre, le vino otro sobrecogimiento. Frente a él había un gran portón de madera. Se sentía intimidado por la escala de aquella casona. Se armó de valor al pensar que estaba realizando una buena obra. Tocó al llamador varias veces y después de unos segundos que le parecieron eternos, abrió la puerta una persona muy afable. Rodrigo preguntó por el señor Gaspar y le explicó cual era el motivo de su inesperada visita. El señor lo hizo pasar a un zaguán y le pidió que esperara un minuto. De adentro le llegaba un intenso olor a azares y la melodía de un concierto para chelo que él quiso identificar como de Haydn.
No tardó en asomarse un hombre maduro que irradiaba armonía y paz. Se presentó como Gaspar Estrada y lo invitó a entrar. La casa tenía un patio central lleno de macetas floridas, y al centro, una fuente que le daba un aire de frescor a esa calurosa mañana de primavera. La altura de los techos le hacía figurarse haber entrado a un palacio europeo como los que había visto en algunas revistas. Rodrigo un tanto cohibido ante la situación, se excusó diciendo que tenía un poco de prisa y que en realidad no quería abusar de su tiempo. Lo único que deseaba era entregarle el libro que había dejado olvidado en una banca.
Don Gaspar, con gran don de gentes, le hizo pasar a una muy nutrida biblioteca. Destacaban en el espacio varios muebles antiguos dispuestos sobre tapetes orientales y una cantidad de pinturas y bellos objetos que lo hacían sentir que había viajado en el tiempo y en el espacio al Viejo Continente. Lo invitó a sentarse y, al hacerlo, Rodrigo dejó caer su cuaderno de dibujos. Quedó abierto justo en el de la Plazuela de Las Rosas. Intrigado Don Gaspar le dijo que le contara un poco de su vida y que le permitiera echar un vistazo a sus dibujos. Esto dio pie a una larga conversación que derivó en una espontánea invitación a comer con él.
Emocionado de la honestidad del joven Rodrigo, Don Gaspar no solo le regaló el libro que le traía a regresar; le obsequió igualmente cuatro libros de poesía que él había escrito a lo largo de los años.
Atrapado por la historia de este estudiante de arquitectura, Don Gaspar se comprometió a ayudarlo facilitándole todos los libros que fuera requiriendo para completar sus estudios y esporádicamente lo invitaba a algún concierto, a recorrer alguna exposición de arte, o a compartir su mesa para presentarlo con sus amigos artistas y arquitectos. Aquél acto de valentía y honestidad que tuvo Rodrigo hacia Don Gaspar le abrió las puertas a un mundo que le era vedado.
El arquitecto Rodrigo, después de trabajar por unos años con el despacho Palomar-Iñiguez y Asociados en Guadalajara, ahora gana bien su vida con su propio despacho, y año tras año, regresa a Morelia a visitar a su viejo amigo Don Gaspar Estrada.